Esta novela de Mario Méndez fue publicada por Amauta este año (2024) en su colección Buscadores, con ilustraciones de Alberto Pez.
Es una reedición, pues la novela se publicó originalmente en la colección El Barco de Vapor en 2002 (tras haber sido finalista de la ya mítica primera edición del premio homónimo). Allí y entonces el tesoro comenzó su camino, subterráneo pero exitoso, hasta que fue enterrado cuando se sepultó la editorial SM Argentina en 2019; pero ahora es redescubierto por Amauta para que vuelva a brillar, en una bella nueva colección y con las impactantes ilustraciones de Alberto Pez.
Esta es una novela clásica de aventuras pero a la vez actual, con mucho ritmo y muy fácil de leer, pero también profunda y con personajes memorables y queribles. Leandro, el niño protagonista, se convierte, junto con su amigo Gabriel (un chico de la calle) en aprendiz del loco-buscador de tesoros-docente Fernando, que les cuenta de un tesoro escondido en un túnel secundario y semiderrumbado entre la estación Dorrego y la estación Lacroze del subte B (en la única ciudad argentina con trenes subterráneos, es decir, Buenos Aires).
Siempre me pareció un hallazgo, esta historia de aventuras de piratas pero que no ocurren en el mar, sino en la tierra… mejor dicho: bajo la tierra. El tesoro enterrado, ese motivo entrañable y atractivo de las novelas de piratas (que adoro) está aquí doblemente enterrado, porque se halla en las profundidades del subterráneo, que ya de por sí es una red de túneles. Y eso permite que los piratas y marinos, exiliados de todo océano, se conviertan en personajes urbanos y cercanos, personas corrientes como vos o como yo.
Hay en el libro un tratamiento no romantizado de la pobreza, de las personas en situación de calle (tanto adultos como niños), de las relaciones entre los niños y los adultos (de amistad, de tutoría, de familia, de amenaza); pero a la vez, una valoración de los seres humanos más allá de su clase social y su forma de vida: Mario eligió que sus protagonistas fueran pobres, no ricos; mendigos, no príncipes. Y esa elección, política y humana, me parece una columna vertebral de su obra y una elección hermosa para una novela de aventuras. En particular en el momento social-político-económico que estamos viviendo, en el que la pobreza y la crueldad y el desprecio hacia quien es pobre están en auge como quizá nunca antes.
Aparece aquí también un personaje importante en la obra de Mario: el docente; el que muestra el camino, el que abre un mundo de posibilidades. Aquí el docente, Fernando, es a la vez un linyera y, presumiblemente, un loco. Y el docente en este caso se conjuga con otro personaje mendeciano, el soñador, alguien que tiene un sueño pero no se lo guarda solo para él, sino que contagia a otros para que también lo sigan.
Leandro descubre, entre los avatares de su aventura, que le gusta escribir, y que escribir puede ser un recurso sorprendentemente útil en un apuro: la llave para destrabar un problema pequeño pero aparentemente insoluble, y el mandato final de escribir la historia que vivieron juntos para que no se pierda, para que llegue a otros, para que el tesoro siga viajando subterráneamente y encuentre a futuros buscadores y piratas. La historia que vivieron juntos, esta historia que nosotros leemos y que pasa a formar parte de nosotros es, claro, un tesoro también, menos contante y sonante pero más perdurable que las joyas y las monedas doradas.
Por esto y más, esta novela sigue resultando actual y vale la pena buscarla y leerla (o releerla) en esta nueva y bella edición, con las geniales ilustraciones de Alberto Pez.
Recomendada.
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