Hoy les comento sobre la novela La zarza ardiente de Franco Vaccarini, publicada por Edebé en su colección Periscopio (de la cual ya comenté la novela de Ángeles Durini Playa de Almas), dirigida por María del Carmen Caeiro, con la edición de la gran Ana Lucía Salgado. A veces es difícil encontrar los libros de literatura de Edebé en las librerías, pero vale la pena buscarlos.
La novela es más bien corta, tiene cien páginas nomás, y sin embargo eso le alcanza para ser una de las novelas excelentes de Franco, que tiene unas cuantas, pues es un autor muy genial.
Aquí se cuenta la historia de César, un joven de 20 años que transita el difícil camino entre la adolescencia y la adultez, en el marco de los años ochenta en la ciudad de Buenos Aires (una época de transición también, de recién salir del horror de la dictadura e intentar acomodarse a algo nuevo). La historia está contada en una tercera persona muy pegadita al protagonista, que se presenta así:
Ya había cumplido veinte años, se llamaba César, no era feliz. Pero a veces tenía la felicidad en la punta de la lengua, y sentía que vivir bajo el favor de una cierta magia era posible. Eso le ocurría normalmente los viernes (…)
¿No es un genial comienzo de novela? Todos los primeros capítulos del libro, en su conjunto, son una genialidad, y permiten muy rápidamente “meterse en la piel” de ese muchachito que trabaja en una oficina pero quiere ser poeta, que se enamora de súbito con una chica imposible pero cercana, que es invitado a vivir en una casona misteriosa y semiderruida por su profesor (Nicolás, que fue “chupado” y torturado por los militares junto con su hermana, que fue desaparecida). Vamos acompañando a César en su largo y sinuoso camino, en su búsqueda de algo, de todo, en su lucha y y su resignación:
Una vez quiso dar un golpe de timón en su rutina y se anotó para aprender karate. El profesor era un cinturón negro con dos brazos de hierro. “Eso quiero para mí”, se dijo César Brazos de Hierro. A la clase número veinte se cansó de los dolores en los músculos, de sus huesos de pájaro flaco, y hubo de aceptar, amargamente, que nunca en su vida podría ser otro que él mismo.
Pero César se enamora de Marina, y esa historia avanza en paralelo con su permanencia en la casona del Flaco Barrera y de su tío Victorio Barrera, con un garage cerrado con llave donde se esconde, como en la habitación de Barbazul, un gran secreto oscuro que se revelará hacia el final del libro. César pronto descubre que, como titula el capítulo 9 (otro de mis favoritos), “El amor sirve para sufrir de amor”, y que su propia vida, ese cúmulo de emociones y deseos y frustraciones y esperanzas, está conectada con la vida de las personas que lo rodean y con la historia de esa casa, de este país (reciente, terrible, asediada, de frágil pero necesaria memoria).
El último capítulo es terrible y maravilloso. Lo citaría completo, pero entiendo que eso podría considerarse espoileo, así que me contendré. Cito nomás un párrafo, que demuestra lo bien que escribe Franco, que me recuerda al gran final de la novela La peste (de Camus) y que viene muy a cuento hoy (tras que la Corte Suprema de “justicia” dio vía libre para la reducción drástica del tiempo de cárcel para los genocidas de la última dictadura militar en la Argentina):
César el periodista, pero sobre todo el poeta, sabía que en verdad el cementerio no guardaba nada, que los muertos están en otra parte. En el corazón, en la memoria, en la argamasa armada por el polvo y el viento. Y en los sueños de las nuevas generaciones. De pronto, la palabra “generación” ya no lo irritaba tanto. Él también era parte de algo, tendría que ir aceptándolo. Y tal vez había un punto de conexión entre los que soñaron ayer con cambiar las cosas y los que, como él, habían hecho la secundaria bajo la tutela oscurantista de la dictadura. Los sueños van de generación en generación. No hay que dejar la justicia por fuera de los límites humanos, pensaba César. En los cementerios no hay justicia y el Universo no tiene conciencia moral, simplemente se mueve al ritmo de sus leyes. La muerte, acaso, recibe del mismo modo a los justos y a los suicidas, pero también a los asesinos. Por eso, la justicia es de los hombres. Aquí, en la Tierra. Y había mucho por hacer.
En síntesis: novela muy recomendada.