Este libro de cuentos de Sandra Comino se publicó por editorial Comunicarte, en su colección Veinte Escalones, hace ya algunos años (la primera edición en esa editorial es de 2006), pero se mantiene más que vigente, como todas las obras de Sandra, que es una autora genial, que disfruto mucho leer y no me canso de recomendar. Las ilustraciones son de Virginia Piñón y están llenas de simbolismo y gracia, compuestas por diferentes niveles y planos (presentan, por ejemplo, una banda superior con escenas zigzagueantes, casi como una tira de historieta); pero la ilustración de tapa es de Mónica Weiss (como todas las tapas de la colección). Está recomendado para lectores a partir de los 11 años.

Los cuentos de esta colección (son nueve) se relacionan porque rondan todos el tema de la muerte, en sus diferentes facetas. La muerte y las creencias alrededor de ella (la vida en el más allá, los milagros, los fantasmas, las supersticiones alrededor de los que ya murieron). Además, todos los cuentos ocurren en un pueblo pequeño (el “pueblo de mala muerte” que se menciona en el título y que no tiene otro nombre, por lo que podría ser cualquier pueblo, un pueblo cualquiera, pequeño, del Interior).
No son cuentos de terror (por más que algunos personajes se asustan y aterrorizan), ni son cuentos humorísticos (por más que muchos están repletos de humor y hay partes en las que uno se ríe a carcajadas), ni son puramente costumbristas (por más que retratan con gran exactitud y sutileza las formas de vivir, pensar y relacionarse en un pueblo pequeño, hasta en las pequeñas frases hechas). ¿Qué sí son? Son cuentos encantadores, sorprendentes, que nos permiten por un rato ser parte de ese pueblo pequeño y de esas familias que viven allí, aunque hayamos vivido nuestras vidas en una gran ciudad.
“Velorio de campo”, el primer cuento, es mi favorito: se describe el velorio de un familiar del campo (el tío Hilario), desde la mirada de una niña. Ya desde el primer párrafo se puede advertir a qué me refiero, cuando menciono el humor y el encanto de la prosa de Comino, incluso cuando habla de temas supuestamente escabrosos:
Una de las costumbres más enraizadas y sistemáticas que mi familia transmite de generación en generación —y conserva intacta con mucho orgullo— fue, es y será llevar a los niños, desde muy niños, a cuanto velorio haya en el campo: un poco para provocar un acostumbramiento a recibir dolor y otro poco porque allí es el único lugar donde la gente se abraza mucho. Tanto mamá como papá desearon que mi hermano y yo admitiéramos el padecimiento y, al mismo tiempo, tuviéramos afecto.
Los demás cuentos del libro no decepcionan. “Tirado en el cruce” relata por qué se colocó una cruz en el cruce de la ruta y las creencias que se construyen alrededor de eso (culminando en una escena desopilante en la que el cura, el comisario y el médico van, juntos, a avisarle a doña Santina que el fantasma de su padre anda apareciéndose por el cruce). “La muerte en las manos” relata la cruda experiencia de tocar a un muerto; “La Virgen llora” cuenta un supuesto milagro y cómo afecta eso a la niña que lo recibe y es considerada casi una santa, por más que no lo es mucho; “Todos esos muertos” nos lleva a una visita al panteón familiar durante un Día de los Muertos; “La Santa” muestra cómo la percepción sobre una persona puede cambiar radicalmente cuando esa persona muere; “La quinta extremaunción” nos presenta a una mujer de salud frágil pero gran resistencia y muy celosa del hijo; “Un débil corazón” cuenta la historia de dos hermanas, y cómo una, con la intención de cuidarle la salud, encierra a la otra casi como una prisionera; y “Llega el psicólogo” relata, desde la conversación de dos vecinos escépticos, la escandalosa llegada al pueblo del primer “doctor de la cabeza”.
En fin: si no conocen estos cuentos mortales, harán bien en buscarlos y leerlos, antes de que sea demasiado tarde. Recomendado.
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