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Pueden llamarme Ziba

Actualizado: 6 feb 2021

Comienzo aquí una serie de comentarios sobre libros que están en lo que podríamos llamar la Frontera de la LIJ.


Ya de por sí la LIJ es fronteriza, desechada a menudo como un suburbio mutante y degenerado de la literatura; pero aun así, en la LIJ hay próceres, ministros y votantes, hay un canon y hay un cómodo centro urbano con agua corriente, cloacas, transporte público, trabajos bien pagos, protocolos sanitarios, edificios pintados de blanco, espacios verdes, picnics y tardes de sol. Bueno, estos libros no viven allí.


Hablo de Frontera no como línea separadora, sino como región, onda el Lejano Oeste de las películas de cáubois: un lugar sin ley y sin respeto, donde se vive en una plegaria como en la canción de Bon Jovi y donde se aglomeran habitantes de todos los orígenes, condiciones y quehaceres, unidos tan solo por su condición de descastados, buscavidas y parias. Una tierra de textos inaceptables y desconocidos, una frontera indómita (aunque no es exactamente de esto que hablaba Graciela Montes).


Allá, en la Frontera, los temas tabú se te ríen en la cara, y se considera que niñes y jóvenes son seres capaces de leer de todo sin arruinar su futuro. Allá las traducciones son más raras que cebras albinas y la religión prohíbe que se haga una película a partir de un libro. Allá no te recomienda ningún docente y ninguna editorial seria se atrevería a publicarte. Allá estás por tu cuenta, amigo: tú y tu seis balas contra el sheriff, los indios y los malechores.


Por empezar, comienzo por un libro casi imposible de leer; no por el texto en sí (es una excelente novela en una prosa fluida y bien escrita), sino porque su autor es iraní y la novela está en persa. Recién fue traducida hace poquitos meses al inglés, así que conseguirla en ese idioma no debe ser fácil aún, ni siquiera en formato digital. El autor es Farhad Hassansadeh; estuvo nominado para el Andersen (llegó a la lista corta de finalistas el año pasado, junto con María Cristina Ramos, aunque lo terminó ganando Jacqueline Woodson, otra gran autora de la Frontera).


El título de la novela es زیبا صدایم کن‎. pero llamémosla Pueden llamarme Ziba (una referencia al inicio de Moby Dick; en la traducción inglesa le pusieron Call me Ziba). Fue publicada en 2015, en Irán, por una editorial a la que no sé cómo llamar.


Esta novela, que roza, entre otras, la espinosa cuestión de la locura y la no menos espinosa relación entre padres e hijos, transcurre en un solo día, como el Ulises de Joyce.


Les cuento de qué va (es espoiler, pero pueden soportarlo). Una chica de quince, Ziba, que vive en un orfanato, es llamada por teléfono por su padre, que está internado en un hospital mental, para que lo ayude a escapar. Y ella lo ayuda.


A lo largo del libro, queda clarísimo que ella ama mucho a su padre, y que el padre la quiere también un montón a ella (más allá de su innegable locura: él no se hace el loco, está loco de verdad). Es muy tierno cómo Ziba, aunque se preocupa por su padre y es consciente de su locura, igual lo sigue en ese viaje demencial y predestinado al fracaso. Se relata todo el día que pasa con su padre (es el cumpleaños de Ziba), mientras escapan, compran cosas con una tarjeta de débito robada, roban una moto, se proponen comprar otras cosas poco razonables, como un colchón o un par de aros de oro… El padre dice que ya está curado de su enfermedad mental, pero claramente no es así: por momentos pierde conexión con la realidad o se vuelve violento (en una ocasión está a punto de pegarle a Ziba con su cinturón, como solía hacer antes él y como hacía también el padrastro de Ziba, se ve que varones que golpean a niños y mujeres sigue siendo algo común en Irán, está muy presente eso en diversas obras de este autor).


Hacia el final del día, el padre lleva a Ziba hasta una grúa en altura, arriba de un edificio (él dice que trabajaba conduciendo una así, pero Ziba no lo recuerda), la policía y los médicos se agolpan abajo, ellos arriba de la grúa, casi en el cielo, cantan el feliz cumpleaños para Ziba en la torta que compraron horas antes. El padre de pronto le dice: “¿Sabés para qué son buenos estos lugares? Para aprender a volar… ¿Querés aprender?”. Ziba se da cuenta de que son pensamientos muy peligrosos. Ziba le contesta que sí, que quiere aprender a volar, pero que primero terminen de comer su torta. El padre insiste: quiere que intenten volar juntos. Ella le dice que tome sus pastillas, él las tira al vacío. De pronto, parece que él no quiere poner en peligro a Ziba, pero que está a punto de suicidarse él. Ziba casi lo obliga a comer un poco de torta (en la que metió un montón de las pastillas). Ziba le pide que le cante el feliz cumpleaños (está haciendo tiempo). De abajo les hablan con megáfonos, luego desde un helicóptero les piden que abran la puerta para que los puedan bajar. Entra un médico a la grúa, le piden al padre de Ziba que baje. Luego resulta que no había helicóptero alguno, ni patrulleros (Ziba imagina cosas también, todo el tiempo, como su padre, lo que deja bastante inquieto a quien lee). Al final, se llevan en ambulancia al padre y Ziba queda sola. Recibe entonces un llamado del orfanato donde ella vive, el sacerdote a cargo le pregunta dónde está, le dicen que la esperan para comer un poco de torta y cantarle, y ella dice que está bien, que va yendo para allá.


No sé cómo van a hacer para conseguirlo, pero si alguna vez lo consiguen, léanlo. Recomendado.


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